domingo, 18 de noviembre de 2007

el Partenón de Grecia

Aquel fue un día que nunca podré olvidar. Mientras el autobús nos acercaba a los alrededores de la Acrópolis, una sensación de angustia me iba llenando por dentro. No lo entendía, llevaba años deseando visitarlo y poder contemplar aquellos majestuosos templos que habían conseguido sobrevivir heroicamente al paso de los años.

Cuando al fin llegamos, nos esperaba la subida a los templos, situados en una colina desde la que se ve, a vista de pájaro y en 360 grados, toda la ciudad ateniense. El paseo fue entre olivos (al menos, eso parecían) cuya sombra nos protegía del sol y del viento que aquel día azotaba a la capital. De repente, algo asomó sobre ellos: era el Partenón. Su grandeza me fascinó de tal modo que, a partir de ese momento, empecé a mirarlo todo como si fuera una griega que tras miles de años vuelve a su ciudad y se encuentra con todas aquellas reliquias convertidas en pedazos.

El Partenón estaba repleto de andamios, grúas y otras estructuras que se utilizan para la restauración, como si se tratase de un anciano en el hospital que muere agonizante pero desea seguir luchando contra todas sus enfermedades y vivir eternamente. No sé cómo, pero mi imaginación lo transformaba por segundos en aquel templo que fue en su máximo esplendor. No cesaba de buscar algún letrero informativo en el que se explicara cómo se había deteriorado de tal forma y, a la vez, cómo había conseguido esquivar a la muerte. Ya cansada, fui hacia uno de los guías. ¿Qué ha provocado que el Partenón esté en este estado?- le pregunté-. ¿A ti nunca se te ocurriría encender una cerilla en un polvorín, verdad?- ante mi negación, continuó- Pues hace unos trescientos años, se dio una guerra entre turcos y venecianos. Los primeros no disponían de pólvora y guardaban sus municiones aquí en el templo, que por aquel entonces era un lugar casi abandonado. El enemigo se acercó sigilosamente y lanzó una granada que destrozó toda la parte central. Ésta fue la que dio al Partenón el aspecto corroído que ves ahora mismo, aunque hubo otras dos causas importantes que le afectaron gravemente,- mientras yo seguía en la piel de una griega y la congoja se iba apoderando de mi poco a poco- la primera fue la desaparición de la estatua Atenea, una de las más altas (13 metros) de todo occidente. No sé si sabrás que Parthenos es el adjetivo sobrenombre de Atenea, ya que el templo se utilizaba para adorar a la diosa. Por último el más doloroso, fue un saqueo llevado a cabo por turcos contratados por el museo británico a principios del siglo XIX que destruyó las esculturas que todavía adornaban la fachada.



Réplica del Partenón en Nashville (EE.UU.)
No podía creer que la ambición del ser humano hubiera podido llegar a destruir una de las Siete Maravillas del Mundo, un lugar mágico. Aunque, ¿de qué no somos capaces por dinero? En fin, eso son reflexiones personales de las que ya hablaré en otra ocasión.

Las tres horas que pasé deambulando por aquella colina no me sirvieron para nada, ese mísero tiempo que te dejan sólo permite hacer una visita fría alrededor de los monumentos, tomar unas fotografías para enseñar a los amigos y atener a las explicaciones de los guías. Fue insuficiente, habría estado todo un día y toda una noche, descubriendo en cada muro, en cada estatua, en cada pedazo desprendido de (¿por qué no?) Atenea, las mil historias que allí sucedieron, los amores que allí se conocieron, las muertes y nacimientos, los recuerdos que se quedan grabados en los lugares mágicos como la Acrópolis.

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