viernes, 26 de octubre de 2007

El destino

Aquí dejo un relato que escribí el cuál trata de lo duro que puede ser el destino y lo que puede cambiar la vida en tan solo 5 minutos.


Es una lástima que el lector contemporáneo se haya reducido a la nimiedad de las historias, suscitándole interés tan solo aquellas que se basan en el morbo, el odio xenofóbico o las “americanadas” de ciencia ficción. Como principiante a escritor se me plantea un arduo problema en el que inevitablemente debo elegir: consolidarme como un maestro de las letras atendiendo a las peticiones de los coetáneos o evocar los exiliados temas de amores imposibles, novelas de misterio o la inusitada fantasía mitológica. Si me he de regir según mis principios intentaría, sin éxito aparente, tornar esta ineptitud y déficit de conocimientos con los temas mencionados más adictivos posibles, pero para seros sincero amigos lectores, ni soy un revolucionario, ni un William Shakespeare; y menos de mi puño y letra saldrían dichas obras magnánimas.

Por ello crearé un género intermedio, un género donde se estreche un vínculo entre el autor y su público. Constará de un tema cuya veracidad sea comprobable y parta de la intimidad del novelista para enajenar a sus lectores. Además se combinará el uso de innumerables acciones proporcionando una mayor celeridad con una descripción directa, eludiendo así el sopor ante la vida del lector actual. Por último, como precursor de este movimiento literario me veo en la obligación de comenzar plasmando en este papel mi secreto más latente que, hasta ahora, ha permanecido a las sombras bajo llave.

5 de Julio de 2007


Siempre he pensado que la fugacidad de la vida no queda en vano si se alcanza la satisfacción de morir célebre por nuestros propios méritos, pero hay veces que Dios, o quien me observe desde la bóveda celeste, nos roba la única posibilidad de llevar a cabo dicha tarea. Recuerdo cómo aquel día de camino a casa me decía mi padre:

- David, ¿ya has pensado que carrera quieres estudiar?
- Aún no lo tengo claro, pero ganarme la vida escribiendo me gustaría. – Le contesté.
- ¡No digas bobadas! Hoy en día, si quieres ser un “cuentacuentos” acabarás en el mismo lugar que el resto: Cementerio de Torrero, pasillo 5, nicho 36. Ese será el único lugar donde quede inscrito tu nombre. Sabes que tienes cualidades, ¡no las desperdicies anda!
- Precisamente por eso papá. Quiero que los demás me recuerden como alguien importante. Aparecer en la historia de España como lo hizo Cervantes, Quevedo o Unamuno – le espeté sin apenas miramientos, tan soñador como de costumbre.
- ¡Tira, tira! Tú dale al fútbol, que eso me jubilará a mí, a ti y a toda nuestra descendencia – masculló mi padre con sarcasmo.

Ahí dejamos la conversación momentáneamente mientras entrábamos en casa. Mi padre tenía razón en parte, pero aquello del fútbol era un complemento transitorio para conseguir dinero, mujeres y una fama que yo no consideraba digna de orgullo personal como lo haría la memoria de escritor. Para sacarme los duendes de la cabeza mi padre prosiguió la charla con mi madre y mis dos hermanas en la mesa.

- ¡Ey, chicas! ¡Qué falta de respeto! Levantaos y rendid pleitesía al nuevo Luis de Góngora.
- ¿Lo dices por la nariz o por sus dotes de escribano? – bromeó mi hermana pequeña, Blanca.
- ¡Vale ya! – reprochó mi madre – Blanca, Cristina, id a comprarme dos barras de pan que se me ha olvidado, y rapidito que se enfría la comida.
- Déjalo mamá. Ya voy yo – reproché aún dolido por la broma de aquella desustanciada.

Pensad qué son, a lo largo de vuestra vida, cinco minutos, cinco insignificantes minutos. Pues bien, desgraciadamente existen momentos que son suficientes para que el destino haga de las suyas. Ese fue el tiempo que tardé en ir, comprar el pan y volver. A mi regreso, a unos 40 ó 50 metros de casa ya pude ver cómo las llamas envolvían con su inicuo resplandor toda la cocina, los dormitorios de Blanca y Cristina y parte del salón. La puerta principal estaba atrancada por un mueble desvencijado y en las ventanas la corriente de aire parecía avivar al fuego crepitante. Busqué desesperado el modo de entrar en aquel infierno insoportable, mientras se oían tímidas súplicas que poco a poco fueron aullidos de impotencia.

- ¡Ayúdennos, por favor! – gritaba mi madre desde el interior.

Las vigas del techo se habían desprendido cayendo sobre la mesa de caoba y mis padres. En medio de aquel mar agónico de humo, fuego y cenizas veía como mi padre con un valor desenfrenado luchaba sin éxito por evadirse de los escombros de madera no logrando mover ni un centímetro de ellos. Me zafé de la sudadera para colocármela a modo de mascarilla y entré por la ventana semiabierta del salón.

- ¡Mamá, ya estoy aquí! – Grité vacilando un poco por la humareda - Os voy a sacar, tranquilos.
- ¡David! Quítame esto de la pierna, no puedo más – chilló mi padre mientras miraba a su alrededor para comprobar cómo se desenvolvía aquella odisea para los demás.

La nube de humo era cada vez más densa y el sudor ardiente me resbalaba por la piel. Me tambaleaba por la falta de aire y sentía un ardor permanente en los pulmones. No había señales de mis dos hermanas. Henchido más por la desesperación que otra cosa, me abalancé sobre el montón de yeso y madera que yacía sobre mi padre sacando fuerzas de donde no me quedaban y retirando todo lo que se me ponía por delante. Entre sollozos y la abrasión que nos devoraba la piel logró salir ileso.

- Yo me encargaré de mamá – decía – ve a por tus hermanas. Se han quedado en sus cuartos.

Me costó Dios y ayuda subir las escaleras de caracol y plantarme en el rellano del primer piso. Ya no quedaba apenas inmobiliario en aquella hoguera descomunal. De repente la escalera cedió impidiendo volver a bajar.
Las posibilidades de mantenerme en pie unos minutos más eran muy escasas y en frente aún tenía los dos dormitorios de Blanca y Cristina. Si hubiese intentado salvar a las dos habríamos perecido todos ahí presos por la toxicidad del humo y la deshidratación. No me quedaba más remedio que elegir, pero por Dios, ¿cómo iba a hacerlo?


- ¡Blanca, Cris! – Grité casi desvanecido.
Lo más probable es que me hubiese tendido ahí, llorando totalmente paralizado sin saber qué hacer, como un niño indefenso que espera a su madre, pero creí escuchar un tosido, un débil intento por seguir respirando. Venía del cuarto de… ¡Blanca!
- ¿Blanca, me oyes?
- ¡David, tira la puerta! Estoy debajo de la cama – exclamó, mientras me dirigía hacia allí.


El fuego no había logrado pasar aún a su cuarto pero la nube grisácea que había ascendido nos impedía ver con claridad. La cama le servía de obstáculo entre los pedazos del techo agujereado y la estantería que debido a la explosión se volcó. Me resultó más sencillo retirar aquello que cuando tuve que hacerlo con mi padre. Blanca jadeaba entrecortadamente. Estaba boca abajo con la camiseta sobre su cabeza. Por la ventana ya se veía a los bomberos colocando una colchoneta hinchable para amortiguar nuestra caída junto a mi madre, que chillaba nuestro nombre sin cesar. La cabeza empezó a darme vueltas y perdí el equilibrio pero no dejaba de pensar en Cris.

- Blanca, tengo que ayudar a Cris. Todavía no ha podido salir de su cuarto – susurré cegado por la bruma mientras mi hermana me sujetaba.

Blanca rompió la ventana de una patada y dio un par más hasta que quitó todos los cristales que se habían quedado aferrados.

- Ya voy a por ella – me dijo – tú salta.
- ¡Hola! ¿Me oyen? Somos del cuerpo de bomberos – se escuchó – Vamos a sacarlos de aquí.
- ¡Vayan al cuarto de al lado, está mi hermana encerrada! – aulló Blanca rectificando en su propósito de ir a por Cris – Nosotros podemos salir por aquí.

Blanca me levantó colocándome en la parte derecha de la ventana y me empujó sin darme tiempo a asimilar aquella situación. Al descender mis pulmones se volvieron abrir aspirando el aire límpido del jardín. Noté como ella golpeaba el improvisado salvavidas en su caída. Mi cabeza no paraba de repetir: Cris, Cris… Cris. Al abrir los ojos vislumbré a un individuo ataviado de un rojo intenso que salía de la terraza cargando entre sus brazos con el cuerpo de Cris. Salté aún conmocionado por la fatiga y por la aparente visión de ver a mi hermana inerte y calcinada. Por la reacción de mis padres me temí lo peor. Mi madre gemía ahogada en el llanto abrazada a Cristina. Sus brazos, la tez, la ropa hecha harapos, todo había sido víctima de la voracidad del fuego, y todo por mi culpa. ¿Por qué tuve que ir a por el maldito pan? Los bomberos comentaban entre ellos cómo se había producido la explosión. Decían algo del gas y de la caldera pero yo estaba tan absorto en mi hermana y en la ira que me comía por dentro que no presté atención a nada. Sentía ser la causa de todo aquello; de la muerte de mi hermana, de la fuga de gas, de la pesadilla y angustia de mis padres. Blanca era la única que parecía más serena y fría ante los acontecimientos, pero sé que su aparente endereza era pura ficción y tanta razón tenía que perdió el habla durante semanas. Ningún miembro de mi familia superó ni ha superado aquella tragedia. Me pregunto qué habría sucedido si hubiese permanecido en casa esos cinco minutos, quizá tuviésemos aún la casa, la vida que se esfumó aquella mañana y sobre todo a mi hermana mayor, Cristina, que vivirá siempre en mi corazón.

Dicen que cuando mueres ves pasar tu vida en imágenes recordando aquello por lo que un día pudiste sonreír. Deseo, desde lo más hondo de mi alma, que mi hermana viese en esa secuencia de recuerdos entrañables lo mucho que la queríamos y lo felices que éramos antes de su pérdida.

En tu memoria, Cris.

1 comentario:

Guillermo Borao dijo...

El mejor relato que he leído nunca. Qué grande eres David!